l 20 de diciembre se cumplieron 20 años de la infame invasión militar a Panamá por parte de Estados Unidos, ordenada por el entonces presidente George Bush padre. Debido a la desproporción de fuerzas entre agresores y agredidos, mi amigo Chuchú Martínez, valiéndose de una metáfora, calificó dicha invasión como el equivalente a la garra de un tigre hiriendo el rostro de un niño
.
Pero yo prefiero decir, en una forma aun más llana, que aquel combate se pareció mucho al pleito entre un lobo y un cordero. Y, en ese pleito tan disparejo, hubo, según cálculos de Ramsey Clark, ex procurador de Estados Unidos, más de 7 mil panameños muertos.
Panamá es un pequeño país que en aquellos tiempos contaba con un modesto ejército (ahora ya desaparecido), el cual carecía de verdaderos cuerpos de aviación, y de marina, sin baterías antiaéreas efectivas y que se reducía a fuerzas terrestres. Y, encima, la cúpula del ejército panameño interpretó las señales previas al ataque, durante dos años, como formas de presión para que cambiara su política, siendo sorprendida.
En consecuencia, Panamá no tuvo la menor posibilidad de una resistencia importante al poderoso desplante norteamericano de fuerzas que hasta se dio el lujo de experimentar algunas armas novedosas que podría usar Estados Unidos más adelante en futuras guerras eventuales de mayor calibre.
Los antecedentes
Rastreando en los antecedentes de la invasión podemos remitirnos a las diferencias de concepción geopolítica entre el gobierno de Jimmy Carter y los dos gobiernos estadunidenses que le siguieron, los de Ronald Reagan y George Bush I. Carter aceptó una nueva forma de dominación del istmo y de manejo de la vía interoceánica menos cruda que el mantenimiento tradicional del enclave colonial, que se había prolongado a lo largo del tiempo (con gobernador y jurisdicción yanqui en la Zona del Canal, 14 bases militares coordinadas por un Comando Sur y un sistema racista implacable) y por eso accedió a la firma de los Tratados Torrijos-Carter. Pero a Reagan y Bush I los convenios les parecieron una concesión a Panamá inaudita e innecesaria. Y por ello durante sus respectivas gestiones administrativas propusieron, sin éxito, prorrogar la fecha pactada de salida de las tropas norteamericanas de Panamá para el 31 de diciembre de 1999.
En especial Bush padre, quien desde que fue vicepresidente en el gobierno de Ronald Reagan había tratado personalmente a Noriega, llegó a ejercer todo tipo de presiones para doblegar los visos de independencia que habían surgido en las Fuerzas de Defensa de Panamá. Para medir el grado de autonomía de Noriega le hizo diversas propuestas indebidas, entre ellas la participación del ejército panameño en acciones contra el gobierno sandinista de Nicaragua.
Las negativas de Noriega a las propuestas de Bush abrieron la hostilidad sistemática del imperialismo. Durante dos años, las tropas norteamericanas acantonadas en la Zona del Canal se desplazaron por el territorio panameño en ejercicios bélicos que eran verdaderos actos de provocación. Y no se hicieron esperar las medidas para arruinar la economía del país: el gobierno norteamericano dejó de pagar a Panamá las rentas y beneficios de la operación del canal, congeló millones de dólares del Banco Nacional de Panamá que se encontraban depositados en bancos estadunidenses y prohibió a las empresas yanquis que operaban en nuestro país el pago de impuestos al erario público.
En el aciago 1989 se celebraron también elecciones que el gobierno se vio obligado a anular y hubo un intento fracasado de golpe en el seno del ejército panameño, que debilitó la cohesión interna de la institución. En este intento golpista no intervino el régimen norteamericano, de donde se sacó la interpretación errónea de que el Pentágono no quería llegar a las medidas más extremas.
El sábado 16 de diciembre en la noche, cuatro días antes de la invasión, un vehículo, con soldados norteamericanos vestidos de civil irrumpió, disparando desordenadamente, en un retén panameño ubicado frente al cuartel central del ejército nacional. Los disparos fueron respondidos por militares panameños y en el principio de riña fue herido de muerte un teniente norteamericano. Este suceso debió de haber dado a entender que algo gordo se estaba preparando.
En los años previos a la invasión yo me encontraba en México prestando mis servicios a la UNAM y manteniendo mis reservas sobre el proceso panameño, pero al tanto de lo que pasaba. Un buen día recibí la llamada telefónica internacional, de un compañero entrañable con el que había participado en viejas luchas por la autonomía universitaria y con el que después, por razones políticas, habíamos compartido la misma celda en el presidio que se llamaba mentirosamente Cárcel Modelo. Se trataba de Manuel Solís Palma, quien falleció el pasado noviembre, y, que en aquella Panamá, acosada y sometida a gran presión intimidatoria, había llegado increíblemente a la Presidencia de la República. Me pidió que aceptara la designación de embajador de Panamá en México para lograr la cooperación y ayuda de este país, ya que Panamá entera estaba viviendo una coyuntura de agresión, a la cual no se podían sustraer los verdaderos patriotas de todas las tendencias.
Bajo estos términos acepté y trabajé lo más que pude y creo haber contribuido a la amplia solidaridad hacia Panamá, material y espiritual, que se expresó en México. Finalmente, al producirse la invasión e instalarse un gobierno títere, renuncié al cargo y continúo en la actualidad soñando con un objetivo libertario durable mientras me dure la vida.
El asalto imperialista
El asalto armado a Panamá se produjo cuando se había iniciado el proceso de disolución de la URSS y Estados Unidos no tenía contrapeso en el mundo. No hubo declaración de guerra, pero sí unas palabras de Bush el día del asalto. George Bush I adujo, como razones para su agresión, la necesidad de proteger la vida de ciudadanos estadunidenses y de llevar a Noriega ante la justicia de Estados Unidos por narcotraficante. Ambos pretextos resultan absurdos. No es aceptable que el león clame por protección ante los movimientos del ratón en virtud de la provocación que significó el incidente en el retén panameño. Y la acusación a Noriega de ser capo del narcotráfico, una especie de eslabón de la cadena de narcotraficantes entre la producción en América del Sur y el mercado de América del Norte, es exageradísima. Debe tenerse en cuenta que Panamá no ha sido nunca un lugar de procesamiento de cocaína y que la circulación de la droga tiene distintos caminos.
La verdadera razón obedeció a la persistencia del deseo de seguir utilizando a Panamá como su propiedad y punto básico para el control de América Latina, en donde funcionaba la Escuela de las Américas, en la Zona del Canal, conocida por nosotros como un centro donde se prepararon a los diversos dictadores de nuestra región.
En la invasión se conjuntaron las fuerzas militares norteamericanas acantonadas en la Zona del Canal con las fuerzas provenientes de Estados Unidos. La invasión se inició, como ocurre siempre con este tipo de guerras, por los bombardeos. Uno de los primeros lugares bombardeados fue el Cuartel Central. No hicieron un bombardeo profundo. Buscaban simplemente que los militares panameños, sintiéndose indefensos, abandonaran el cuartel. Y así ocurrió. Estos se dispersaron por el barrio mártir del Chorrillo y por otros sitios, y algunos se convirtieron después en francotiradores por su cuenta. La invasión ocurrió sin que hubiera en Panamá ningún plan para organizar la resistencia.
Además de no haber un plan político-militar centralizado a fin de responder a la invasión, la situación de Panamá en ese momento era muy especial. Las presiones previas crearon una atmósfera turbia. Las Fuerzas de la Defensa sufrieron una crisis interna y un sector de la oposición, organizado en la Cruzada Civilista, anhelaba una solución foránea. No obstante, hubo respuesta al ataque de parte de algunos militares, de los Batallones de la Dignidad, que se habían formado antes para protestar por el boicot económico, y, sobre todo, de la población civil, que participó según sus posibilidades. El mayor foco organizado de la resistencia se dio en San Miguelito, municipio de 200 mil habitantes, en las afueras de la capital, comandado por Daniel Delgado Diamante, uno de los pocos oficiales de rango que estuvieron activos.
En medio de la confusión, Guillermo Endara fue juramentado, en plena invasión, como nuevo presidente de la república, en la base norteamericana de Clayton, mientras Noriega anduvo a salto de mata, en distintos escondites, hasta refugiarse en la Nunciatura Apostólica, en donde fue capturado por las tropas yanquis. Una vez detenido fue trasladado a Estados Unidos y condenado a 40 años de cárcel por narcotráfico.
El regreso del colonialismo
Luego del gobierno de Endara hubo otros gobiernos en el tiempo que siguió. Los Tratados Torrijos-Carter se mantuvieron vigentes, a pesar de todo, y el 31 de diciembre de 1999 concluyó el desmantelamiento de la Zona del Canal y fueron desalojados los últimos reductos de tropas extranjeras. En la actualidad, Panamá se encuentra un poco aturdida por problemas nuevos, de evidente desigualdad económica, aunque ha manejado aceptablemente la administración del canal, en momento de resurgimiento de la conciencia latinoamericana en la región.
Sin embargo, en la medida en que ha ido produciéndose este despertar se está manifestando igualmente, en proporción semejante, la reacción antagónica. Entre las amenazas de mayor envergadura está la proliferación de bases militares norteamericanas en nuestro subcontinente. El caso más alarmante es el de Colombia. Allí se establecieron siete bases militares extranjeras, de las que se dice que no han dejado de ser colombianas, pero que su uso fue cedido a las tropas foráneas.
Nosotros pensábamos que Panamá, apenas a 10 años de la salida de los ejércitos norteamericanos del país, luego de casi un siglo de padecer un enclave colonial, estaba exenta de dicha proliferación. Pero nos equivocamos completamente. Por una denuncia del doctor Julio Yao, distinguido académico universitario, se supo que tras el acuerdo gubernamental para montar algunos sitios panameños
, aeronavales y de defensa, presumiblemente se iban a establecer después cuatro bases militares estadunidenses, ubicadas en el Pacífico y el Atlántico del país, lo cual no es otra cosa que el regreso del colonialismo norteamericano a Panamá.
El pretexto más frecuente del gobierno norteamericano para pedir la anuencia a la instalación de bases militares en la región es el de la cooperación en una gran cruzada contra el narcotráfico. Según prueba el maestro Eduardo Correa, en su trabajo La política de Estados Unidos hacia América Latina en el tema del narcotráfico, el asunto de las drogas lo utiliza la potencia del norte igualmente como un mecanismo para la dominación de nuestras naciones. Y en el caso de Panamá es aterrador que se invoque esta misma excusa que se utilizó antes para invadir a Panamá y apresar a Noriega.
La fiebre imperialista de Washington de instalar sus bases militares por todos los lugares posibles de América Latina es quizás la amenaza directa más grave a nuestras soberanías que sufrimos en la época actual. En vista del expansionismo norteamericano que estamos viviendo, el 27 de noviembre de 2009 los cancilleres y ministros de la Defensa de Unasur acordaron la prohibición a futuro de bases militares en el espacio geográfico suramericano.
Estamos de acuerdo con la medida de previsión que obviamente toca la abstención de ceder las cuatro bases militares en Panamá, cuyo traspaso, al parecer, aún no se formaliza. Pero la hermosa aspiración a una América Latina libre de bases militares debe ser no sólo a futuro, sino también referirse a los lugares ya cedidos e igualmente debe abarcar al subcontinente. Es un planteamiento que concierne a todos nuestros países sin excepción y que exige muchas movilizaciones y la creación de una conciencia indoblegable sobre la importancia de afianzar la independencia en la Patria Grande.
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